Caín nació en una camada pequeña, en un rincón olvidado de una casa en ruinas. Desde sus primeros días conoció el calor de su madre y la compañía de su hermano. Juntos jugaban con piedras, perseguían hojas movidas por el viento y compartían los pocos cuidados que la vida en la calle podía darles. Pero la infancia de Caín estuvo marcada pronto por la dureza. Con apenas cuatro meses, él y sus hermanos fueron abandonados. Nadie los esperaba, nadie los llamó por su nombre, nadie les ofreció un cuenco de comida. Solo el frío suelo, los ruidos de la ciudad y la incertidumbre. Un día, mientras jugaban demasiado cerca de la carretera, el destino golpeó con fuerza: un coche pasó demasiado rápido. Caín vio a uno de sus hermano caer, y en sus ojos inocentes se grabó para siempre la imagen de esa pérdida. Lloró como solo un gato pequeño puede llorar, con maullidos rotos, buscando a quien ya no respondería. Desde entonces, Caín aprendió lo que significa la soledad. Se volvió desconfiado, pero también fuerte. Sus ojos, de un azul brillante, guardan tanto la inocencia de un cachorro como la sabiduría amarga de quien ha sufrido demasiado pronto. Sin embargo, a pesar del dolor, en él aún late la esperanza. Cada vez que alguien se acerca con suavidad, Caín levanta la mirada, como preguntando si esta vez será diferente, si al fin encontrará un hogar que no lo deje atrás. Caín es un sobreviviente. Un pequeño guerrero que carga con una historia triste, pero que todavía conserva la capacidad de amar y de ser amado. Su historia es un recordatorio de que los animales no deberían conocer el abandono, y de que, incluso en las vidas más pequeñas, habita una enorme fuerza para seguir adelante.